Os pongo aquí el primer capítulo de un libro que estoy escribiendo actualmente. Espero que disfrutéis.
LO
GRIS DE LA VIDA
1
CAPÍTULO
Llovía.
Las espesas gotas de agua caían sobre la cara de David mezclándose con las
lágrimas de su cara. Odio, desesperación, tristeza y sobre todo muerte. Era lo
que se respiraba en ese maldito cementerio. Todo allí era gris, un gris
asqueroso y desolador. Miró la tumba reciente, era imposible, impensable, que
una llamada telefónica hubiera cambiado toda su vida. Lo que hacía apenas unas
horas era la vida normal de un chico de catorce años se había esfumado. Ahora
solo quedaba la negrura de un agujero sin salida, sin fondo. Odiaba todo: a su
madre, a sus hermanas, a sus amigos y sobre todo a Dios que era el culpable de
todo esto.
Trataba de borrar de su cabeza las imágenes de
las últimas horas de aquel nefasto día, pero era inútil, imposible. Seguiría
recordando toda su puñetera vida el grito desgarrador de su madre seguido de
esos sollozos que desgarraban el alma. Seguiría recordando durante toda su
puñetera vida los lloros de sus hermanos y tíos pero sobre todo, seguiría
recordando toda su puñetera vida la mirada inerte de su padre, la mirada fría y
perdida de un muerto. Un muerto que había sido su compañero de juegos en la
infancia, un muerto que le había acompañado tanto en sus derrotas como en sus
victorias a lo largo de su niñez, un muerto que era el único que le comprendía
en aquellos largos ataques de adolescencia, un muerto que había sido y era su
mejor amigo…
De
pronto, David se sintió solo por primera vez en su vida. Era una soledad
infinita que lo ocupaba todo y no dejaba entrar ningún otro sentimiento y que
un abrazo de su padre hubiera curado rápidamente. Pero él ya no estaba allí y
sintió de golpe que estaba mojado, y sintió de golpe que hacía frío y que tenía
hambre. Cayó en el barro derrumbado, destrozado, sin ganas de vivir. El
agotamiento mental de las últimas horas pudo con él, el ala negra del sueño se
abatió sobre David.
Se
sumió en un sueño pesado y profundo. La negrura se esfumó de golpe al igual que
la tristeza. Estaba en un prado que le recordaba vagamente a uno a las afueras
de su pueblo donde solía dar con su padre numerosos paseos en verano. Pero
había algo diferente, algo había cambiado; el prado estaba sembrado por
numerosas amapolas que se mecían en una silenciosa danza movidas por el viento.
Hacía sol, pero era un sol diferente, era un sol que calentaba por dentro y te
hacía sentir felicidad, una felicidad que superaba todas las barreras. David
nunca se había sentido mejor. Se sentía limpio y brillante tanto por dentro
como por fuera y algo le decía que en ese mundo no cabía la tristeza, no había
gris, ni había negro, no había odio ni había miedo.
Al
fondo del prado se distinguía una figura, se perfilaba alta y esbelta contra el
sol y en su cara se podía distinguir una sonrisa, era clara e iluminaba su
rostro, y su mirada. Su mirada era diferente al resto de las personas, esos
ojos marrones que te atravesaban y que te reconfortaban. Era su padre.
Corrió
y corrió. Cada paso que daba le acercaba más a su progenitor. La distancia se
iba acortando, cada vez faltaba menos. Cinco pasos, cuatro… tres… dos
Repentinamente
todo se sumió en la oscuridad. David se sintió propulsado por un agujero negro
sin fondo, en un torbellino.
David
estaba de nuevo tumbado en el barro. Estaba sucio, empapado de los pies a la
cabeza. En su alma se mezclaban la rabia y la impotencia. Había estado tan
cerca, a punto de abrazarle aunque solo fuera en sueños.
No pudo más, toda la rabia acumulada fue
subiendo por su garganta en ebullición creciente y estalló. Gritó, gritó y
gritó hasta que no pudo más, jadeando. Recuperó el aliento y gritó otra vez, gritó para que alguien lo
oyera. Gritó para que alguien le dijera algo diferente a esos frívolos y vacíos
“lo siento”. Gritó para no sentir esa soledad pegajosa y creciente, gritó hasta
el más no poder. Sin voz, sin alma y sin nadie que le acompañara en ese
sufrimiento inhumano David se tiró al barro, eso era lo que se sentía, barro
asqueroso y gris.
Repentinamente
una suave voz pronunció su nombre a su espalda.
-David,
David.
Era
la voz de su madre. Odiaba esa voz, esa voz empalagosa y que pretendía ser
dulce, pero no lo era. David siempre había confiado más en su padre que en su
madre. Ella se enfadaba con facilidad y en los últimos meses se le había ido
cayendo el mundo encima. La miró con rabia. Ella tenía el rostro sucio por las
lágrimas y en su cara se podía distinguir una expresión de miedo que ella se
esforzaba por disimular.
- Te entiendo, David- dijo su madre.
Las
palabras cayeron como losas sobre David. Otra vez su rabia iba en aumento.
-Tú
no me entiendes - gritó David-. Nadie me entiende, el único que me entendía era
papá pero ahora… ahora está muerto.
David
se alejó de ella corriendo hasta la salida. No, nadie le entendía.
Su
madre le vio alejarse de ella bajo la cortina de lluvia. No comprendía a David.
En esas últimas horas ni a nadie, ni a nada. Estaba desconcertada y tenía
miedo. Gritó a su hijo:
- ¡Te llevo en el coche¡
- No- respondió él en la lejanía- voy
andando.